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Rockola versus youtube, mp3 o I-Phone

Rockola versus youtube, mp3 o I-Phone

Anécdota de un momento cargado de imágenes inspirado por el ambiente musical de una feria campesina.

🎵 Música 17/03/2022
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A
@Alflupmare

 

 

   La montaña rusa cargada de sabores amargos propios del remolino económico  me hizo huir hacia espacios remotos al este de la cadena de huesecillos y los canales semicirculares, quería afinar el oído para escuchar los acordes de dos canciones, una emblemática de algún lugar entre los años 1960s y 1970s, especie de himno elegíaco de las relaciones sentimentales del bachillerato; la otra un clásico cha-cha-cha de la orquesta Aragón que sublimaba los huesos de solo escuchar la intensidad contenida en el ritmo de la flauta. Las notas de Dumbi-Dumbi frenaron mis pasos y martillaron las aristas más recónditas de mi región pectoral izquierda, aquella era una especie de canción amateur, hecha en casa, en manos de un romántico estudiante, quizás de segundo año, o tal vez de cuarto o quinto, que disimulaba su temor a declararle su amor platónico a la muchacha de su preferencia desviando la atención hacia la consulta con el padre. Por lo general era una pieza interpretada en coro, a capella, o con algún cuatro circunstancial, entonces los más tímidos se envalentonaban y alcanzaban modulaciones de tenor.

  Tres cuadras más adelante entré a una feria agrícola, en sistema de sonido interno difundían un programa radiofónico, mientras esperaba en la fila para pagar, la voz del locutor desapareció ante la descarga metálica de un tema que me estremeció los tobillos, entonces entendí con propiedad una frase que había leído mucho tiempo atrás, uno piensa que esos días están lejos desde la juventud, pero la vida es inexorable y muy fugaz, “comprendes que vas más allá del medio cupón cuando al escuchar una canción de tú época, sientes escalofríos torácicos y por más que lo disimules, o escondas, los ojos arden hasta incendiar las mejillas”. La cinética metálica de “Sabrosona” me hizo viajar kilómetros cronológicos hasta una noche sabatina de principios de los 1990s, la orquesta Aragón  se presentaba en un club nocturno de Los Teques. Esa imagen  me paralizó en medio de la fila, la intensidad del ritmo me hizo marcar varios pasos desde la dinámica de aquella noche y el recuerdo de la letra atragantada en los ojos. A duras penas avancé al mostrador y la cajera me miró raro cuando la voz se me quebró en medio de  los impactos melódicos de la flauta.

   Tenía que hacer una investigación, quería conseguir algo de historia, de anécdota, para complementar mis memorias, para ver si lo que recordaba era más de las jugadas que los sentimientos le juegan a la memoria respecto a lo que realmente ocurrió, aunque esto solo se remitiría al aspecto técnico de la composición de las letras y el engranaje musical de las canciones, el barranco de mis memorias personales seguiría allí, pero en la vida es mejor arriesgarse que no hacer nada. Sabía que sobre todo investigar sobre Dumbi-Dumbi, sería complicado, porque era una pieza casi subterránea, más conocida a través de las experiencias liceístas que por difusión radiofónica o hemerográfica. Pasé mucho tiempo intentando recordar todos los episodios cuando armábamos la selección de canciones que íbamos a incluir en las serenatas que llevábamos a las muchachas más hermosas del liceo. A veces discutíamos cuando llegábamos a Dumbi-Dumbi, unos reclamaban que esa era una canción infantil, tonta, bobalicona. Cuando el cuatrista y el guitarrista amenazaban con abandonar la serenata, la canción permanecía y además era la primera en la lista, o no habría cuatro ni guitarra.

  Había muy poca información de Dumbi-Dumbi en internet, luego de hacer varias combinaciones de palabras encontré que fue una pieza creada por el compositor venezolano Luis Cruz en 1966, su nombre formal es Ingenua, pero la denominación instrumental que se colocó entre paréntesis resultó más pegajosa. Cruz quien compuso está canción originalmente para cuatro, también es el autor de la letra del “Cumpleaños Feliz”. Quizás Dumbi-Dumbi al principio fue una canción casi subterránea, relegada al repertorio de los maestros de clases de cuatro y al oportunismo de los serenateros, pero con el paso del tiempo ha ido ganando importantes niveles hasta convertirse en un clásico indiscutible de la música venezolana.

 Las notas de “Sabrosona” me hicieron sospechar que aquella noche tenía muchas sorpresas escondidas. La intensidad con que el flautista esgrimía su instrumento, la emoción que le imprimía a cada nota, hacía vibrar y punzar el cha cha cha en las puntas de los dedos de mis pies y también en los talones. Mientras esperaba en la fila de la feria agrícola podía superponer la intensidad de aquella flauta con el susurro de la música que se escuchaba al fondo, era una especie de contraste que sonaba bien a pesar del desfasaje cronológico. El impacto emocional conectaba todas las grietas y las versiones sonaban compenetradas, armoniosas. En la fila de la feria agrícola no sabía como hacer para disimular la cortina acuosa que ardía en los ojos, el fresco de los gratos recuerdos jugaba sobre impaciencia de un estómago vacío, prisionero de los estragos del totalitarismo.

  Intento acompasar mis fraseos mentales con los movimientos de las puntas de mis pies aquella noche en la sala de festejos del centro de Los Teques, un caleidoscopio de sentires y escalofríos recorre mi rostro y trato de esconder mis emociones secando el sudor de mi frente en el hombro de mi camisa. Esa cadencia musical me traslada a un territorio lejano casi desconocido, solo reconocible desde mis memorias más remotas, de una existencia casi fosilizada en lugares remotos, en tiempos recargados de lugares sospechosamente fantásticos. El sonido metálico de la flauta resonaba sobre el resto de la orquesta, sobre el ruido de fondo de meseros sirviendo vino, whisky o soda, sobre el tintineo del hielo contra el cristal, sobre los comentarios apagados y las risas de los asistentes, sobre el aroma cautivante del queso derretido en los tequeños, todo un paisaje indeleble, que treinta años después aún refulgía frente a mí sin desdibujarse un milímetro ante los reclamos de las otras personas de la fila porque había un espacio inmenso frente a mí y no había avanzado, en medio de las dos versiones de Sabrosona adelanté siguiendo el compás de la flauta.

   La humedad en los párpados pronto derramó hacia los pómulos, la emoción de aquel momento provocó una parálisis momentánea en mis pies que me hizo entender a la perfección la condición de quienes utilizan sillas de ruedas o muletas.  Quería avanzar pero dos grillos de quinientos kilos colgaban de mis tobillos. Entonces encontré aquella mirada atrapada en un rostro ovalado repleto de tonalidades bronceadas. No hablaba con palabras, tampoco emitía nada parecido a una voz, solo apretaba las manos en ademán de invitación. La parálisis de aquella noche la vivía de nuevo en este mediodía de feria agrícola, solo la voz apagada del flautista en uno de los recesos del instrumento me hizo reaccionar, me despegó por un momento del encanto de seguir el ritmo de la orquesta, aunque mi visión periférica seguía al detalle los sinuosos movimientos de caderas enfundados en un pantalón de incandescencias de cuarzo y mármol de una mujer que bailaba sola. El flautista dijo, vamos hombre, este tipo de oportunidades es muy escaso.

   Otra voz laceraba mi inercia en la fila. Un tipo con porte de baloncestista invadió mi campo visual para preguntar si estaba en la fila, porque si no, él iba a pasar a pagar. Con la armonía de Sabrosona entre las sienes avancé y casi tropiezo con el mostrador. Para ese momento había tomado la mano  de la morena y flotaba hacia la pista de baile. Un influjo de mar espectral, del que exprime espumas y arroja algas a las siete de la noche o las seis de la mañana, me empujó hacia la dinámica de aquel rostro desdibujado entre los latidos de la adrenalina, quería seguir viendo la ejecución de la orquesta, quise aplicar aquello de seguir la acción que ocurría lejos de la pelota, pero la música se sigue apreciando sin ver al intérprete y en menos de diez segundos la cinética de los pasos se entretejió en la voz apagada de infinitas tonalidades con estruendos de pieles erizadas y suspiros entrecortados. Ya no me importó si el tipo de la fila se adelantó, la remembranza había plasmado la presencia de aquella mujer a varios años de distancia.

  Alfonso L. Tusa C. 15 de junio de 2021. ©

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